Relato de Ambre L., Pauline M., Zaynab B. y Lola T.
Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior. «Este es un mundo como otro cualquiera», decía el mensaje.
El Pozo, de Luis Mateo Díez
I
Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior. «Este es un mundo como otro cualquiera», decía el mensaje.
Tantos años antes de esto, cuando mi hermano aún estaba vivo y que toda la familia seguía viviendo en casa, todo era muy diferente. De mi infancia, tengo muchos recuerdos felices: las persecuciones bajo la lluvia en las noches de otoño con mis hermanos y hermanas, los momentos agradables durante los cumpleaños, las batallas de almohadas que despertaban a toda la casa y las tardes que pasé en la cocina preparando la comida con mi madre. Pero, después de la muerte de Alberto y más tarde la de mi madre todo ha cambiado. La familia se dividió y cada uno ha seguido su propio camino. Hay que decir que la que siempre nos había reunido fue mi madre. Fue el pilar de la familia con su benevolencia, su amor y su dulzura. Recuerdo la ternura con la que daba prueba para consolar nuestras penas. Para los que amaba, los sacrificios no importaban, seguramente para compensar la ausencia de mi padre. No una ausencia física sino una ausencia de preocupación por nosotros ya que estaba muy cansado de trabajar en la granja. No es que no nos amara, pero le costaba demostrarlo.
En mi pueblo, pocos eran los que no trabajaban la tierra para ganarse la vida y mi padre no fue una excepción. Entonces, pasó todos los días cuidando animales en la granja o cultivando la tierra. A pesar de todos estos esfuerzos, no éramos los más ricos y nos contentábamos con poco. A veces las deudas se acumulaban; esas tardes mi padre llegaba a casa y se enfadaba por nada, gritos y lágrimas estallaban en la casa. Sin embargo, aunque no hablaba mucho y a menudo estaba tenso, nos mostró su atención de una manera muy diferente a la de mi madre. Por ejemplo, un día en que mis hermanos y yo le ayudábamos en la granja, mi padre disfrutó mucho enseñándonos todo tipo de habilidades y contando algunas anécdotas que nos hicieron reír mucho. Así y todo, mi padre seguía siendo una persona muy dura y severa y por eso tras la muerte de mi madre, mis hermanos y yo salimos de casa uno tras otro.
Pero ese día lo que nos unió a todos en esta casa es la muerte de mi padre. De hecho, al enterarnos de la noticia, mis hermanos, mi hermana y yo decidimos reunirnos en casa el día del funeral. Nunca pensé que el reencuentro sería tan emotivo, pero ver a todos mis hermanos y hermanas juntos me conmovió mucho. Hay que decir que ha pasado mucho tiempo. Después de estos emotivos encuentros fuimos al funeral y fue entonces cuando Eloy encontró el mensaje.